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El atentado contra Miguel Uribe recoge todo aquello que desestimamos censurar con vehemencia en el momento mismo en el que comenzó a hacer carrera. Jamás debieron hallar cabida los discursos de odio, el lenguaje pugnaz, los muchos señalamientos descalificatorios ni la romanización del conflicto armado. Sin embargo, encontraron perversa vitrina cuando les permitimos volverse tema de conversación, titular de prensa y acolitamos que se convirtieran, incluso, en desgastante y morboso debate de oídos sordos.
Por cuenta de esa indignación cargada de ligereza, que me atrevería a calificar de tibieza; hoy, tenemos a un político que aún no cumple 40 años luchando por su vida tras recibir dos disparos en la cabeza a manos de un sicario menor de edad y, en contraposición, a un Gobierno que sigue poniendo agenda con una facilidad que raya con la frialdad. Hay un precandidato presidencial bajo pronóstico de extrema gravedad, repito, mientras desde el Ejecutivo meten al país, primero, en la polémica de una consulta popular, a todas luces inconstitucional, para después llevarlo a discutir sobre una asamblea constituyente, vía papeleta, carente de piso normativo.
De nuevo, distraídos de lo importante y cuando creíamos que la estrategia había decidido desnudarse; un tercer cimbronazo sacudió la corta calma chicha que horas antes habíamos encontrado en brazos de nuestra siempre precisa y para nada ambigua Constitución. La arremetida, esta vez, llegaba por cuenta de los cabecillas de las bandas criminales más temidas de Antioquia, en tarima y a micrófonos, junto al jefe de Estado. Una clara afrenta a las víctimas, la fuerza pública, las autoridades locales, la justicia y la ciudadanía que apegada a la ley aporta a la construcción de país. Un hecho al que rodean muchas preguntas.
Parecería existir un afanoso deseo por reescribir la historia y una evidente incomodidad con el orden establecido. Ningún frente, como está concebido, funciona para el presidente de la paz total y el cambio. Las segundas oportunidades −en las que valga decir, creo− tienen límites y apostar por transformar no significa sepultar. Bajo la coordinación del recién posesionado ministro de Justicia, Eduardo Montealegre, abogado externadista con “particulares dotes” de interpretación de las leyes y la ya conocida “capacidad política” del ministro Armando Benedetti en la cartera que en verdad maneja los hilos del poder, un mandatario entre obstinando y frustrado (aunque suene a contrasentido), deja de lado las formas y se radicaliza.
La institucionalidad a prueba, los valores trastocados, nulo rigor, escaso método y presión constante a la independencia de poderes, resumen el día a día de una nación que se quedó sin quién se ocupe de sus problemas reales. Sucede, con mayor fuerza, a medida que avanza el año preelectoral. Asunto no menor que tendría que invitar a un alto en el camino responsable de cara a decidir qué queremos ser. Los políticos y la política siempre manipulan. Eso, no va a cambiar; pero hay descuidos que se pagan caro. Entre ellos los que trasgreden las libertades y anulan cualquier control posible advirtiendo sed de extralimitaciones.
Los hechos están sobre la mesa, son de público conocimiento y autónoma reflexión. Dicho lo anterior; Colombia va para donde los colombianos permitamos que vaya.
En este escenario, acompañar es más que asistir. Es mirar al estudiante como sujeto integral: con historia, sueños, miedos y potenciales
Más allá, caben observaciones de fondo: Colombia no ha sido segura a lo largo de su historia. En el siglo 19 hubo más de 10 guerras civiles, con pugnas entre ideas liberales y conservadoras, pero también entre propuestas centralistas y federalistas
El resumen de esa corta entrevista que no llegó a publicarse es que el “prime” de la narco cultura sigue en su máximo resplandor. Un delincuente, si tiene poder económico, ya no es tan delincuente