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Las empresas que subestiman el poder de las relaciones humanas están operando con una visión incompleta de la estrategia. La cohesión de los equipos, la confianza del cliente, la estabilidad cultural y la capacidad de innovar dependen menos de los procesos que de la calidad de los vínculos entre personas. Y sin embargo, pocas veces se trata este tema con la rigurosidad que merece.
La relación es una unidad de valor. No es un accesorio, sino una fuerza organizacional con impacto directo en los resultados. Donde hay relaciones fuertes, hay pensamiento colectivo, adaptabilidad, liderazgo distribuido y compromiso sostenible. Donde fallan, los proyectos se estancan, la reputación se erosiona y la organización entra en conflicto consigo misma.
Construir vínculos sólidos exige visión, intención y método. Se parte de una convicción: no se lidera desde la distancia ni desde el control, sino desde la empatía, la escucha activa y la coherencia. Las personas no se comprometen con un cargo, se comprometen con quienes las inspiran y las respetan. Y eso requiere líderes capaces de ejercer autoridad sin deshumanizar, y equipos capaces de discrepar sin destruir.
Las relaciones genuinas no se crean desde la simpatía sino desde la autenticidad. Eso implica aprender a escuchar antes de reaccionar, a preguntar antes de emitir juicio, a reconocer vulnerabilidades sin temor a perder liderazgo. La calidad del vínculo está en la calidad de la conversación, y esta se deteriora cuando prima el juicio, la prisa o la indiferencia.
La humildad también es una decisión estratégica. El reconocer que se puede aprender de todos, sin importar el cargo o el contexto, amplía la capacidad de colaboración y nutre la cultura. En la práctica, esto se traduce en respeto operativo, en apertura a puntos de vista divergentes y en equipos más diversos y ágiles. La humildad no es resignación; es una forma avanzada de inteligencia.
En paralelo, la confianza se sostiene en hechos, no en intenciones. Promesas cumplidas, palabras alineadas con decisiones, errores asumidos con responsabilidad. El liderazgo coherente no necesita discursos; se percibe en las acciones. Y cuando eso se da, los equipos responden con lealtad, incluso ante la incertidumbre. La confianza no se decreta: se gana.
Gestionar relaciones requiere coraje. Supone enfrentar tensiones, priorizar conversaciones difíciles y ceder cuando conviene construir en lugar de imponer. No es tarea de recursos humanos ni de un área específica. Es una responsabilidad de liderazgo, desde el comité ejecutivo hasta el nivel operativo.
No se trata de romantizar las relaciones en la empresa, sino de gestionarlas con la misma disciplina con que se gestiona el riesgo, la reputación o el capital. Las conexiones humanas son una infraestructura silenciosa, pero determinante. Ignorarlas es operar con fragilidad estructural.
Hoy, cuando las organizaciones enfrentan transformaciones aceleradas y tensiones permanentes, las relaciones no son el telón de fondo: son el terreno que permite sostener decisiones difíciles, ejecutar con agilidad, construir culturas organizacionales inspiradoras, unidas, fuertes y comprometidas. Las empresas que lo entienden evolucionan. Y en un entorno donde el cambio es la única constante, evolucionar no es una ventaja sino una necesidad.
Podemos y debemos comenzar por lo esencial: informarnos con rigor, más allá de titulares y eslóganes; defender las instituciones, incluso cuando no compartimos sus decisiones
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